César Tiempo, poeta bendito
Estudio introductorio a Buenos Aires esquina Sábado, antología de César Tiempo, compuesta y anotada por Eliahu Toker, editada por Archivo General de la Nación en Buenos Aires, 1997.

Era inmenso, con esa sencillez y naturalidad que tienen las inmensidades.  Cualquiera fuese el rostro que tomara su talento —centenares de poemas, seis, siete volúmenes de reportajes reales o imaginarios, una decena de obras teatrales, medio centenar de guiones cinematográficos, un millar de notas dispersas por los diarios del mundo— cualquiera fuese el rostro que asumiera su palabra, todo estaba impregnado por  el enorme poeta que era, poeta luminoso, enamorado, bendecido de humor y sabiduría. A quienes lo conocimos de  cerca, sin embargo, los volúmenes que reúnen su obra —textos hondos, conmovedores, de vuelo más que suficiente para asegurarle la inmortalidad a cualquiera— nos parecen apenas el producto menor del César Tiempo persona y personaje, de ese que se desplegaba en la conversación íntima, caudalosa, chispeante.

Con su sonrisa abierta e inteligente y esa mirada suya entre irónica y divertida detrás de los gruesos anteojos, lo estoy viendo todavía en su cuarto de trabajo, allá en la calle Tinogasta donde vivía, un tercer piso sin ascensor de un monoblock rodeado de jardines. Allí estaba, en esa espaciosa sala, de unos cinco por diez metros, rodeado de libros que cubrían las cuatro paredes de piso a techo —un techo de los viejos, a tres metros de altura—, con libros y papeles ocupando también una gran mesa plantada en un extremo de la habitación, y libros cubriendo las sillas, los sillones, incluso su escritorio, dejando lugar apenas para su viejo “pianito de escribir”. Sólo se abrían paso entre los libros las dos grandes ventanas que daban al jardín y el trozo de muro, frente al escritorio, donde colgaba ese gran retrato, César Tiempo en el barrio judío, pintado por Manuel Eichelbaum allá por el año ‘30.  Yo era un aprendiz de poeta que venía a traerle al maestro sus primeros versos. Quitó los libros del sillón para que me sentara, me sonrió, leyó mis papeles, me palmeó la espalda y me hizo dejarle uno de los poemas, que vio la luz una semana más tarde en su página sabática de Amanecer, el entonces recién aparecido “primer diario judío en lengua española”. 

A partir de entonces volví muchas veces a esa casa, al principio para traerle mis textos, pero muy pronto fueron apenas la excusa para visitar a César Tiempo y conversar con él, es decir, escucharlo. Era un espectáculo fascinante, inolvidable: con voz gruesa, modulada y caudalosa, juzgaba sumariamente a todos los integrantes del mundo literario, tenía decenas de anécdotas sobre cada uno y a cada uno le descubría, de paso, un origen judío. Disparaba sus bromas, sus juegos de palabras y se quedaba esperando, con mirada divertida, su efecto. Y cuando uno soltaba la carcajada, se le iluminaba ese singular rostro  suyo, “de rasgos amontonados” según  Baldomero Fernández Moreno (“rastrillado atrás el pelo / grueso el labio / fino el verso”)[1]—  y toda la cara le sonreía, con una picardía desprovista de maldad.

Desde esos primeros encuentros con César Tiempo pasaron cuarenta años, y hace ya más de quince que no está entre nosotros. ¿Cómo condensarlo en un libro? ¿Cómo compartirlo con quienes no tuvieron la dicha de conocerlo personalmente? A sabiendas que se trata de una tarea imposible, estas páginas intentan ofrecer una aproximación a su obra mediante una selección de sus poemas y textos en prosa, brindando asimismo un conjunto de testimonios e imágenes que permitan vislumbrar al menos, cómo era el hombre César Tiempo.  Toda antología es subjetiva y limitada y ésta no constituye una excepción. Pero se trata de una primera aproximación, sin pretensiones eruditas, a una parte del riquísimo acervo literario y periodístico de un singular poeta, que vivió y cantó con espíritu sabático a la ciudad de Buenos Aires.

 

El  rostro  y   las  máscaras

¡Yo nací en Dniepropetrovsk!
No me importan los desaires
con que me trata la suerte.
¡Argentino hasta la muerte!
Yo nací en Dniepropetrovsk. [2]

Con esta estrofa, que parafrasea unos famosos versos de Carlos Guido y Spano, condensa el humor de César Tiempo el comienzo de su biografía. Efectivamente fue en esa  ciudad de Ucrania donde vio la luz el 3 de marzo de 1906 Israel Zeitlin, hijo de la luna de miel de Gregorio Zeitlin  (“San Gregorio Zeitlin, a quien la presencia de Dios golpeaba la cara como una lluvia” [2]) y de Rebeca Porter, única mujer entre seis hermanos, dueños luego de una imprenta porteña que pondría en letras de molde las primicias de toda una generación de autores argentinos. Unos pocos meses después de ese nacimiento, largamente hastiados de las discriminaciones y los pogroms zaristas, los Zeitlin dejan Ucrania y se embarcan hacia los Estados Unidos. Pero la falta de unos papeles escamoteados por el destino, los desvían a Buenos Aires, donde desembarcan el 12 de diciembre de ese mismo año.

Bendecido con una infancia y adolescencia de barrio (“Villa Crespo y San Cristóbal se reparten mi existencia”) el joven Israel Zeitlin no sólo es un lector curioso y ávido que devora absolutamente todo lo que encuentra en las bibliotecas públicas; por añadidura, dueño de una memoria prodigiosa, retiene todo lo leído. También devora todo lo que cae en sus manos en la librería-imprenta de sus tíos, los Porter, donde suele trabajar y donde conoce, fascinado, a toda la bohemia literaria de entonces.  Siendo muy joven —quince, dieciseis años— comienza a escribir:

Mandaba cuentos y versos a periódicos de barrio con veinte mil seudónimos, pero nunca más los vi. (...) En esa época yo usaba muchos seudónimos porque no tomaba en serio a la literatura y no esperaba nada de ella. Como me llamo Zeitlin  —zeit quiere decir tiempo en alemán y lin es del verbo cesar—  decidí llamarme César Tiempo [3]. Eso fue en el año 1926. Yo publicaba desde los veinte años en La Nación poemas de temas judaicos, una cosa bastante novedosa aquí, así que a esa edad empecé a firmar como César Tiempo. [4]

La irrupción de César Tiempo en la literatura argentina sucede ese mismo 1926 [5], con una antológica “broma” literaria: sus Versos de una... publicados bajo la máscara de una tal Clara Beter.

Me entrego a todos, mas no soy de nadie;
Para ganarme el pan vendo mi cuerpo.
¿Qué he de vender para guardar intactos
mi corazón, mis penas y mis sueños?

Son los versos de una prostituta-poeta judía rusa. “Para darle más verosimilitud a mis Versos de una... , conté la infancia de una mujer que era amiga de Tatiana Pavlova, de la que la separó la vida: Tatiana se fue a Roma a hacer teatro y Clara se vino a Buenos Aires, y después a Rosario, a hacer la calle.

“¿Te acordarás de Kátiuchka, tu amiga de la infancia, / esa rubia pecosa, nieta del molinero, / la del número 8 de Poltávaia Úlitcha / con quien ibas al Dnieper a correr sobre el hielo?”.

“Este libro involucró a toda la generación de Boedo porque era la única poetisa de la barra.  En realidad,  la poetisa era yo. Cuando se descubrió el asunto Elías Castelnuovo escribió un brulote. Decía que podía perdonar la patraña en homenaje al ingenio pirandeliano puesto en la cosa, pero no podía dejar de lamentar que la tal prostituta hubiese resultado un prostituto”.  No resulta difícil imaginar la desilusión de esos escritores, cuyos maestros eran Dostoiewsky, Gorki (“que no se jactaban de escribir para el pueblo, que eran pueblo”) cuando se les hizo humo la ilusión de redimir a esa colega, sumida por la miseria en tan triste oficio.

Acerca de esa conmovedora superchería literaria se escribieron muchas páginas mientras duró “el engaño”, y muchas más cuando se descubrió. El mismo César Tiempo, amén de decenas de notas, dedicó al episodio una obra teatral (Clara Beter vive, titulada luego Quiero vivir). Pero más allá de lo que hayan tenido de travesura, esos 47 textos atribuídos a la prostituta judía Clara Beter respiraban, respiran, tal autenticidad, que no debe asombrar el que les creyese toda la familia literaria de entonces. En su introducción a esos Versos de una... decía Elías Castelnuovo bajo el seudónimo de Ronald Chaves: “Rezuman demasiada verdad  los versos para atribuirlos a una imaginación desgobernada. Clara Beter existe.”  Y era cierto. A lo largo de esos versos César Tiempo no sólo urde la biografía de Clara Beter sobre la trama de su propia biografía [6],  se encarna en ella. No juega a ser Clara Beter, es Clara Beter [7].

En una suerte de juego de espejos, Versos de una... es una obra atribuida por una máscara a otra máscara: por César Tiempo, seudónimo de Israel Zeitlin, a Clara Beter, heterónima de César Tiempo.  Pero como diría años más tarde el mismo Tiempo acerca de la actriz Jordana Fain:

... Sepan los que no la conocieron / que Jordana es una artista / es decir un ser que miente diciendo siempre la verdad. /  La verdad de un artista está en la mentira de su máscara / que renueva noche a noche. /  Y una máscara es como el sueño de la vida. / (...) / Una máscara es más sincera que un rostro. / Más poderosa que un rostro. / Más perdurable que un rostro.” [8]

 

Los rostros de los demás
                                                             
      La segunda obra publicada por César Tiempo —ya bajo este seudónimo que adopta definitivamente como nombre suyo— es la Exposición de la actual poesía argentina  (1922-1927), panorama de la “generación del 22” [9], que organiza en conjunto con el poeta Pedro Juan Vignale.  Cuando esta exposición  aparece, año 1927, tanto sus organizadores como buena parte de sus expositores apenas rondan los veinte años;  a pesar de eso, la atenta sensibilidad de Tiempo y Vignale los lleva a incluir ya entonces, (sin discriminar entre “Boedo” y “Florida”) a la mayor parte de los que serían luego los nombres centrales de la poesía de esa  generación, desde Oliverio Girondo, Jorge Luis Borges,  Jacobo Fijman, Leopoldo Marechal, Norah Lange o Francisco Luis Bernardez, hasta  José Pedroni, Nicolás Olivari, Raúl Gonzalez Tuñón, Luis Franco, Conrado Nalé Roxlo o el poeta lunfardo Carlos de la Púa. Pese a algunas protestas proletarias, Clara Beter no está incluída [10] y de sí mismo César Tiempo sólo publica una reseña biográfica que concluye invitando al lector a volver la hoja para disfrutar del texto que “tras una escrupulosa y ardua selección (...) representa para mí, por su desgarradora elocuencia y su uniforme entonación sentimental, lo mejor de mi obra”. ¿Hace falta decir que al volver la hoja uno se encuentra con una página en blanco?  (En esa nota autobiográfica, al pasar, se confiesa Tiempo coautor de otra broma literaria: “Aristóbulo Echegaray y yo somos culpables de los ‘Poemas lácteos’ que en 1924 blanquearon una página de Martín Fierro” [11]).

Tanto esta generosa Exposición de la actual poesía argentina como los Versos de una... , fueron obras pioneras en la tarea de observar alrededor y revalorizar la propia calle y el propio medio, frente a “ese tortícolis a que se habían condendo los escritores argentinos  de tanto mirar a Europa” [12].

 

Sábado Pleno                        

Celebra el día con alegres manos / como si bendijeras lo que tocas: / Hoy habla Dios por nuestras pobres bocas / y en la fiesta común somos hermanos. //
Mi corazón no tiene otro presente / para el sábado que estas aleluyas / de pecho ardido. Tómalas, son tuyas. / Vamos a izarlas silenciosamente. [13]

Estos versos sencillos, íntimos, generosos, abren el Libro para la pausa del sábado, primer poemario de César Tiempo [14].  Al grabarlos en una placa —que acompaña estas páginas— Tiempo los presentó diciendo: “He aquí los versos que me inspiraron las gentes de mi pueblo, las cosas de mi pueblo, las alegrías y tristezas de mi pueblo, el pueblo de mi pueblo”.

A este le siguieron tres libros de poemas más. César Tiempo es en esencia, sin embargo, el autor de un único poemario que fue creciendo y enriqueciéndose a lo largo de los años. Un único poemario, no sólo porque en cada nuevo libro de poemas suyo incluyó los textos de los anteriores, sino que los títulos de sus sucesivas entregas y la atmósfera que respiran sus páginas dan señales de esa unidad.  Más allá de aquellos Versos de una... —que también podrían considerarse de la familia— sus poemarios refieren a un leit motiv común: la metáfora del sábado. En 1930 aparece ese Libro para la pausa del sábado, al que siguen Sabatión argentino (1933), Sábadomingo (1938) y Sábado pleno (1955).

Sábado nuestro, ruta del festivo reposo, / candelabros de llamas densas como mis días / custodian tu abandono de ventanas  sombrías / como a un niño en la noche, solitario y medroso.

El sábado es la metáfora espiritual de la judería porteña, a la que pinta con los tonos grises y silenciosos de un cuadro de Rembrandt, claroscuro que de pronto se colorea con la irrupción de algunas muchachas o de un sol que parece visitar muy de vez en cuando el ghetto:

Sábado nuestro, el viento rubio del mediodía / hoy enciende tus cúpulas, esplende en tus rincones / y flamea ferviente sobre las oraciones / que vibran en el ámbito gris de la judería. //
Viento rubio que mece los dorados racimos / de muchachas que alegran la sabática tarde / cuando el sol se recoge y en tus lámparas arde / esa pálida lumbre del amor que perdimos.

Pero cuando comienza la semana “bullen las calles de la judería. / Banderas de humo los tejados izan, cunden las horas y la baraúnda / mientras tus vanos sueños aterrizan / entre la grey aurívora que inunda / feria y zaguanes con su mercancía / pregonada con frase gemebunda”.  El destino del poeta es un legendario café de la bohemia del ghetto, ese “bar de bares”, el “Bar Internacional”, ubicado entonces “en la curva sonora de Pasteur y Corrientes”, al que se llegaba en “una caravana de Lacrozes” y por el que desfilaban  los personajes de la calle judía, chamarileros, actores, y los inmortales de la judería porteña: Samuel Eichelbaum  (”camarada filoso como un sable”) o Alberto Gerchunoff, cuya entrada merecía esta descripción de Tiempo:

Al filo de la madrugada / como a un cabildo abierto / penetra don Alberto / Gerchunoff, el maestro de la prosa labrada. /  Obeso como un diccionario / y sabio en menesteres de cocina / su abacial figura domina / aquel estrecho escenario / para sus dotes caudalosas / dignas de un gran rabino o de un señor de la iglesia: / maneja como un fino bisturí la parresia / y habla con esa música capital de sus prosas, / un poco orquesta a viento y un poco contrabajo, / triunfa en las partituras que maneja a placer / como el menú que ordena en su propio agasajo.

“Si algún mérito me cabe” —dice en alguna parte César Tiempo— “es haber descubierto con Carlos Grunberg a las gentes  judías y su ámbito en nuestro país, y que  sin dejar el ghetto  tras nuestro —un ghetto metafísico, entiéndase bien—, lo llevamos con nosotros, sin desfallecimientos ni concesiones, hacia los anchos  horizontes, hacia las colinas azules, hacia la vida hervorosa, que está de espaldas a los muros y a las miserias que pugnaban por aprisionarlo. (...) Con el  andar de los años —no muchos— descubrí a las gentes de mi pueblo y a sus calles, que conozco tan bien como las calles que  conducen a mi corazón. Quien se haya arriesgado por las páginas de mis libros sabáticos comprobará hasta dónde mi fortuna me permitió descubrir para la lírica nacional ese mundo laborioso y siempre esperanzado que alguien llamó fermento de la humanidad”. [15]

La mención que César Tiempo hace de Grunberg no es gratuita. Aunque el tono de su poesía sea totalmente distinto —versos a menudo amargos, tocados de una agria ironía—Carlos Grunberg [16] es ciertamente el otro gran referente poético de la judería porteña de los dramáticos años ‘30, ‘40. Apenas tres años mayor que Tiempo, tiene en común con él, la exaltación de la confluencia entre su judaicidad y su argentinidad, orgulloso de ambas y no dispuesto a sacrificar ninguna en beneficio de la otra. Alberto Gerchunoff, veinte años mayor, es el tercer pié de ese trípode literario judeoargentino. En un hermoso soneto que dedica a Gerchunoff bajo el impacto de su repentina muerte, Grunberg lo pinta como arquetipo de esa asumida doble pertenencia, resumiéndola en una imagen:

... Te vas y por eterna sobreveste / nos dejas el taled blanquiceleste / que usabas como poncho calamaco. [17]

Tiempo expresó ese deseo de síntesis combinando su sábado judío con el domingo cristiano en el Sabadomingo que tituló su tercer poemario, tal como ya lo había hecho antes reuniendo en el mismísimo nombre de su primogénito, Enrique Martín, a  su admirado Enrique Heine con Martín Fierro.  Sábado y domingo siguen siendo dos entidades diferentes y complementarias, cuya reunión expresa el deseo integracionista de Tiempo, tal como lo señala Leonardo Senkman en un agudo análisis de su obra [18].

Uno de los momentos más altos y significativos de la palabra poética de César Tiempo es su “Arenga en la muerte de Jaim Najman Biálik”. Esa muerte del poeta mayor del renacimiento hebreo sobreviene en 1934 y en Viena, es decir precisamente en el lugar y en el momento en que el nazismo comienza a mostrar su siniestro rostro asesinando a Dollfus, el canciller austríaco antinazi. Allí y entonces muere Biálik, aquel que respondió a los sanguinarios pogroms de Kishinev de 1903 maldiciendo con voz destemplada tanto a los asesinos como a los judíos que no les supieron oponer resistencia [19].  Tiempo se identifica con Bialik. “¡Cuidado con los poetas / cuyos puños golpean sobre las mesas de los verdugos!” dice dirigiéndose, sin duda, también a los nazis locales. Y a la judería porteña, a la que reprocha su indiferencia pequeñoburguesa, “Tengo un corazón violento / y una voz áspera. // Cruzo las calles de la judería  / con mi rencor y mi dolor a cuestas. // Hermanos de Buenos Aires: / nuestro más alto poeta ha muerto”.  Y se burla de ellos amargamente:

Señores burgueses que infringís todos los mandamientos / y estais sobre vuestros libros de tapas negras / pasándoles la mano por el lomo a las cifras / para que se alarguen como gatos, / os he visto en los templos resplandecientes / (...) / queriendo sobornar a Dios / que os conoce mejor que vuestros empleados. // Jaim Najman Biálik ha muerto. // Hoy en “El internacional” hay pescado relleno / y un buen stock de doctores para vuestras pobres hijas lánguidas. // ¿Quién se acuerda de las masacres de Ucrania, / de la tempestad delirante de los pogroms, / cuando los juliganes violaban a vuestras madres / y estabais en los sótanos temblorosos e inútiles / como la luz que lame los espejos? //(...)// Gorki dijo que con Bialik el pueblo judío había dado un nuevo Homero al mundo. / ¿El Banco Israelita le daría un crédito a su sola firma? //(...)// Jaim Najman Biálik ha muerto. // —Mamá ¿me lavo la cabeza con querosén y me pongo el vestido de raso celeste para ir a la Biblioteca? —Bueno, querida, a ver si consigues un novio como la gente, que ya es tiempo. // Jaim Najman Biálik ha muerto. // En la puerta de la Cocina Popular nuestros hermanos, los que no se atreven a morirse de hambre, esperan su ración. // Jaim Najman Biálik ha muerto. // Nuestras piernas se arrastran en las más profundas ciénagas de la noche y sobre nuestras cabezas brilla una luz pura. // En Tel Aviv hubo un poeta. // ¿Y ahora?

 

El pluralismo como tarea

Yo no le pido a mi tierra distinciones, honores ni pensiones. Ya me considero ampliamente recompensado por el aire que respiro. Simplemente quisiera que no lo corrompan.
                                     (Frase de Montesquieu citada por César Tiempo para explicar qué significan para él Buenos Aires y la Argentina). [20]

Después de la euforia del centenario, a la que Gerchunoff ofrendó la exaltación de Los gauchos judíos sobrevinieron, en el viejo mundo la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa, y en la Argentina, la Semana Trágica de enero de 1919 que desató un pogrom por las calles de la judería porteña. Esta es la época en la que inicia su actividad literaria César Tiempo, actividad signada por su lirismo y su humor, por su compromiso con las ideologías populares y sus dotes de conciliador. Pero en los siniestros años ‘30, cuando el nazismo, que comienza a tejer su mortífera telaraña europea, encuentra seguidores en la Argentina, Tiempo también da prueba de su capacidad de indignación.

La campaña antisemita y el director de la Biblioteca Nacional es un opúsculo que en 1935 dedica a cierto autor de indigestos novelones llamado Hugo Wast [21], nombrado director de la Biblioteca Nacional pese a sus reiteradas expresiones furibundamente antisemitas.  Relata Tiempo:

Consecuente con el desinterés que anima toda su producción (...) centró su fusible novelón en un tema, actualizado por la barbarie hitlerista, que estimulase la venta entre los núcleos de gente afectada por el libelo y buscando que su ardua circulación  fuese lubrificada  por aquellos cuya política antijudía y anticristiana encuentra entre nosotros un fácil y estentóreo vocero. Y he aquí que a las pocas semanas de publicarse el brulote (barco cargado de materias inflamables que se dirige sobre otros buques para incendiarlos consumiéndose a sí mismo), (...) el ministro del país que tiene asqueado al orbe civilizado con su política sádica y sus odios cavernarios, ofrecía una recepción en su casa al oportunísimo pendolista.

El señor director quiere salvar al mundo. Y entonces, desoyendo la subcutánea admiración que profesa al pueblo elegido, aconseja soluciones heroicamente generosas. El pueblo israelita es, para él, un pueblo sin remedio. El pueblo de la dura cerviz. Ni la dispersión, ni la asimilación, ni la conversión podrá doblegarlo. ¿Qué remedio propone entonces el evangélico director de la Biblioteca Nacional? Uno, muy sencillo y muy práctico: el exterminio. Así, lisa y llanamente: el exterminio, la matanza, el degüello. “Y esta es la razón”, dice textualmente en la página 34, “de que en todos los pueblos, el grito de MUERA EL JUDÍO haya sido casi siempre sinónimo de VIVA LA PATRIA”. [22]

No hay que olvidar que todo esto fue en 1935, el mismo año de las siniestras Leyes de Nüremberg y en vísperas del baño de sangre en que el nazismo sumiría al mundo apenas cuatro años más tarde. Vale la pena acotar que pese a las denuncias de Tiempo y de otras personalidades de esa época y de las que la siguieron, Hugo Wast no sólo no fue echado de su puesto sino que hasta el día de hoy existe en la Biblioteca Nacional una sala que ostenta la mancha de su nombre...

Muchas páginas de la obra en prosa y teatral de César Tiempo, están dedicadas a reivindicar el pluralismo. Refutando la afirmación de cierto “grafómano con agua en las venas y en la cabeza, doctorado en la Universidad de la maledicencia y dopado de resentimiento” que tildó a Gardel de meteco, dice Tiempo:

En lo que hace a su condición de meteco, que es el nombre  con que se designaba a los extranjeros en Atenas, la alusión peyorativa puede convertirse en elogio si tenemos en cuenta que el chiquilín a quien su madre engañada por un truhán trajo desde la antigua capital del Languedoc, asimiló rápidamente nuestra habla y nuestro tono y le dio punto y raya a todos los cantores habidos y habientes, nacidos en nuestro medio. No todo el mundo tiene la suerte de nacer donde quieren los que lo critican. Recuèrdese que Cornelio Saavedra, el primer Presidente de la Junta de Mayo, de cuyas ideas podrá disentirse pero cuyo patriotismo nadie puede poner en duda, nació en Potosí, vale decir que sería paisano del gran Eduardo Wilde, que nació en Tupiza —hoy serían bolivianos los dos— e hicieron por nuestra patria más que muchos argentinos fachendosos y protuberantes, encaramados a la posteridad. Ya dije más de una vez reaccionando contra el estúpido anatema, que en un país de aluvión como el nuestro no existen más extranjeros que los que vienen a llenarse las talegas y se van para no volver, pero puedo citarles centenares de millares asimilados con su obra, su esfuerzo y su talento al país de adopción y nombro entre ellos a dos personalidades hechas pueblo: el catalán Blas Parera, autor de la música del himno nacional argentino, y el uruguayo Gerardo Helvecio Mattos Rodriguez, autor de “La cumparsita”, el himno nacional rioplatense. Yo me siento orgulloso de reconocerlos argentinos. Por otra parte nacer argentino, como nacer francés, italiano, ruso, yugoeslavo, español o guatemalteco es un acontecimiento del que no participa la voluntad y no confiere al beneficiario otras prerrogativas que las que podrá obtener oportunamente con su talento si lo tiene, y con su obra  si la realiza. Nacer argentino es un honor, efectivamente, pero ser argentino, es tener conciencia de que el individuo es indivisible de la dignidad del país. Porque uno es el acto de nacer, que pertenece a la fisiología, y otro el de ser, que pertenece al espíritu y a la razón. Uno el acto de crecer por fuera, como una casa de departamentos, y otro el de crecer por dentro metafísiscamente. Uno ser y otro llegar a ser. Joseph Kessel, nacido en una chacra entrerriana de Villaguay, en la provincia de Entre Ríos, y hoy miembro de la Academia de Francia, es francés por donde lo busquen. Carlos Gardel, nacido en Toulouse, es más argentino que la gauchada y tan porteño como Julián Centeya, que nació a orillas del Arno, en Parma, la Parma luminosa de Verdi y de Toscanini, y llegó a Buenos Aires en el umbral de la adolescencia para cantarle su amor a la ciudad que nunca fue madrastra para él, asimilando para siempre su lengua canera, descalza y sin gorra y convirtiéndose en un traficante de nubes, hermano de Manzi y de Discepolín. [23]

Esta larga cita expresa una idea sobre la que Tiempo vuelve una y otra vez.  Uno de sus pocos relatos se titula “Cuento para la tarde del sábado. Carta de un niño judío” [24], y es la crónica del primer encuentro de un chico con la discriminación, con el antisemitismo. Este mismo tema da contenido a sus piezas teatrales Alfarda, Pan criollo y El teatro soy yo, ésta última planteando el drama de un negro que se siente discriminado por una judía:

Ustedes conocen la borrasca de los pogroms y nosotros la tempestad sangrienta de los linchamientos. Y uno de los vuestros, un israelita, Al Jolson, nos representa a ambos. Canta hondas y tiernas canciones impregnadas de sentimiento judío, estremecidas por nuestra música negra. Y se ha pintado el rostro con el color de nuestros hermanos, como si quisiera acentuar con ese simple atributo, todavía más enérgicamente, nuestra afinidad. Y todavía dicen que habiendo sido creado el hombre a imagen y semejanza de Dios y no siendo Dios negro, como todos saben, el negro no es un hombre.... [25]

 

El hombre del diálogo

Creo que soy periodista por haber vivido en Buenos Aires. En Nueva York seguramente hubiera sido cualquier otra cosa. Acá sentí la necesidad de hablar con la gente. Hay una especie de atracción mediúmnica que hace que uno adivine la ciudad a través de los sueños.
Vine a  la Argentina antes de cumplir un año. Aquí viví en San Cristobal, en Villa Crespo, y era, lo que se dice, un vago curioso que andaba siempre de un lado a otro. Roberto Arlt solía acompañarme. Era otro vago como yo. Y, también como yo, amaba Buenos Aires. La llevaba en la sangre. Yo la sigo llevando todavía, quizá como una forma de acordarme de él.
(César Tiempo en revista Salimos, Buenos Aires, agosto 1980).

La mayor parte de la producción en prosa de César Tiempo se encuentra dispersa todavía por periódicos y revistas argentinas, latinoamericanas y europeas. “Con la mitad de lo que dejé escrito en las colecciones de Crítica cualquier editor podría reunir diez o más volúmenes de prosa compacta” comenta en una nota que dedica a Raúl Gonzalez Tuñón.

La prosa de Tiempo que encontró amparo entre tapas de libros, comprende quince títulos, nueve de los cuales reúnen retratos, biografías y reportajes, sabrosos, incisivos, generosos, intensos, bendecidos siempre por esa mirada y ese humor que dan cuenta de su constante busqueda de intelocutores. “Yo no soy un crítico. Me ocupo solamente de gente buena cuya obra y cuya vida me son gratas” [26].

La de César Tiempo es una prosa con vocación de diálogo: escribe como quien conversa, yéndose jugosamente por las ramas para volver luego al asunto principal, jugando con las palabras, las imágenes y las ideas. Son textos cálidos, torrenciales, hechos de erudición, memoria y gracia, salpicados de pronto con voces tomadas del lunfardo o del ídish, o por palabras poco transitadas, que invitan a visitar las páginas del diccionario. Autor de retratos memorables, como los que dedica a Florencio Parravicini o a sus amigos el Malevo Muñoz, Julián Centeya o Dante Linyera, César Tiempo fue un gran periodista. Tuvo muchos puntos de contacto con Alberto Gerchunoff y entre ellos también el de haber sido un hombre de intensa vocación literaria que invirtió sus mejores horas en la tarea periodística. Lo hizo, es cierto, “en el campo del pan llevar” pero también como resultado de una honda vocación. “Me encanta escribir apremiado” dijo en un reportaje, y refiriéndose a Julián Centeya acota: “el periodista actúa sobre la materia viva de la experiencia cotidiana, caliente como el pan que amanece en las tahonas... ”.

Merecen un capítulo especial la gracia y el humor que César Tiempo desliza en sus textos. Algunos ejemplos cosechados al pasar:

—Acerca de Juan de Dios Filiberto: “... fue un chiquilín flaco como una púa”; “... de andar desencuadernado”; “... bajaba esa pendiente fragosa que conduce al invierno, mientras el viento silba sus mejores tangos”.

—Refiriéndose a Gardel: “... sonreía con su dentadura de piano a cuyas teclas acaban de pasarle la gamuza”; “... si regresaba tarde a su casa era porque se quedaba dándole cuerda a la luna”; “... prefería ser isla a ser agua”.

—Sobre Cátulo Castillo: “... la poesía se echaba a dormir a sus pies como un perro”.

—Acerca de Pablo Suero: “... chupaba como una alcantarilla”.

—Sobre Discepolín: “... flaco como un silbido”.

—En “Dibujos animados”: “Era pobre como un alfiler y ahora es rico como una aguja. La aguja es un cíclope de bolsillo y por su ojo pasan hilos de todos los colores”.

César Tiempo era un periodista autodidacto, dueño de una enorme erudición, un prosista de idioma vivo, suculento, sabroso, un dotado para las lenguas y un hombre bendecido por una gracia terrena y angélica. “El arte es un hombre hablando a los otros hombres”, decía.

Merecería un capítulo aparte  su tarea como editor de revistas. Tenía 17 años cuando dirige Sancho Panza y 31 cuando funda Columna, una revista de madurez y, según su propia definición, estrictamente literaria, entendiendo por literatura “todo aquello que tenga relación con el destino del hombre, con su ardiente voluntad de crecer y quedar, con su anhelo de paz y de justicia, en medio del caos y de la indignidad”. Entre otros, colaboraron en Columna (“la revista de las grandes firmas”) Cansinos Assens y Stefan Zweig, Waldo Frank y Georges Duhamel, Jacques Maritain y Baldomero Sanin Cano, y también Alberto Gerchunoff y Macedonio Fernández, Enrique Banchs y Arturo Capdevila, Nicolás Olivari, José Portogalo, Luis Franco y Arturo Cerretani. Uno de los lemas de la revista era “Dispuestos a todos los sacrificios, menos al sacrficio de la verdad”.

Un episodio polémico de la carrera periodística de César Tiempo fue su paso por La Prensa. Así  lo contó él mismo a Osvaldo Soriano en La Opinión [27]:

Volví a Buenos Aires en 1951 e hice periodismo en varios diarios hasta que en 1952 empecé a dirigir el suplemento de La Prensa que había sido absorbida por la CGT. Allí estuve hasta 1955. Me aguanté el resentimiento y el odio de todas las fuerzas liberales, pero me di el gusto de hacer un buen suplemento. No me obligaron a afiliarme, llevé como diagramador a un comunista. Publiqué a Quasimodo, a Neruda, a Gabriela Mistral, a Amaro Villanueva, que era candidato a gobernador de Entre Ríos por el Partido Comunista. Un día me llamó Osinde, que era jefe de Coordinación Federal, para decirme que yo había convertido a La Prensa en un órgano comunista. Le contesté que era lo convenido con el general Perón, que él quería una apertura hacia todas las corrientes ideológicas y qué sé yo. Era mentira, claro. En 1953 Perón fue a Chile y yo viajé con él por La Prensa. Fui a verlo a Neruda, que estaba internado en un hospital, y éste me pidió que le consiguiera una entrevista con Perón. Se encontraron y a raíz de eso Neruda me dió los poemas de las Odas elementales para publicar. Los poemas levantaron una polvareda bárbara. Me acuerdo que una vez me hicieron parar las máquinas a las tres de la mañana por un poema de Neruda. Vino el presidente del directorio en persona. Yo le dije que era órden del general  y santo remedio. En aqueltiempo, en el peronismo estaba en onda un término para rechazar a la gente que no interesaba, “No corre”, atribuido caprichosamente al general. A mi me parecía que era puro grupo, así que empecé a usar lo contrario, “corre por orden del general”, y todo iba bien. A nadie se le ocurría preguntárselo.  En esa época llegó mucha gente, obreros, sindicalistas, que traían poemas apologéticos a Perón para que se publicaran, pero nunca los dejé correr.

Dijimos que la mayor parte de la obra periodística de Tiempo se halla dispersa, ¿qué decir entonces de su correspondencia? Gran parte de las cartas que recibió quedaron entre las páginas de los libros de su biblioteca, tal vez perdida  —Tiempo no tenía un archivo, y según su propia confesión, después de leer una carta la solía guardar en el libro que tenía entre sus manos en ese momento—. En cuanto a las que enviaba, dispersas como están entre quienes las recibieron o sus descendientes, alguna vez habría que reunirlas y agregarlas a su producción en prosa. Gran amigo de sus amigos y habiendo permanecido largas temporadas en el extranjero, enfermo de nostalgia, Tiempo enviaba centenares de cartas cuya prosa espontánea agregaba al vuelo de su pluma y al de su inteligencia, la frescura y la intimidad de un semejante entrañablemente cercano. “Un hombre bueno, un hombre con ideas y con emociones intensamente vividas, necesita comunicarse con el prójimo. Una felicidad no compartida no es una verdadera felicidad. La prueba de toque de una conducta, de un temperamento, de una condición humana se encuentra en la correspondencia. Las naturalezas mezquinas, los protervos, no escriben cartas y si las escriben es para pedir favores o hacer daño.  La correspondencia de Scholem Aleijem abarcaría tanto espacio como toda su obra junta. Y tiene tanta gracia y tanta humanidad como sus libros.” [28] Es exactamente lo que cabe decir del César Tiempo epistolar.

 

El judío porteño

Desciendo de profetas, de meturguemanes (vayan al diccionario) y de cuéntenikes*. Soy judío por todos los costados sensibles de mi ser y no pienso desertar de mi judeidad... En cuanto a mi condición deporteño, te cuento que está amasada en el barro de la calle y de la noche. No se ven ni se viven ciertas cosas si no se llevan dentro,decía mi hermano sideral Julián Centeya.Y yo llevo adentro junto al ”alef-beis” los compases de un tango. [26]

La condición judía y porteña de Tiempo empapa y atraviesa absolutamente todas sus páginas. “Yo llevo adentro, junto al alef-beis [29], los compases de un tango” dice en alguna parte.

Ya vimos la manera natural con que incluye, lado a lado, términos eruditos, palabras en ídish o en hebreo —pronunciado a la ashkenazí— y expresiones cosechadas en el lunfardo porteño. Y lo llamativo del caso es que todo le queda bien, su texto siempre fluye,  ganando con esa mezcla encanto y expresividad. También en su lengua es pluralista, y la enriquece apasionadamente. Persuadido, con Chesterton, “que todo slang es una metáfora”, integra la Academia Porteña del Lunfardo. “Prefiero un libro que hable como un hombre, —dice— a un hombre que hable como un libro.”

También el humor judío y la picardía porteña se unen en sus páginas. “La ironía —dice con Benavente— es una tristeza que no puede llorar y sonríe”. Acerca de las tertulias de las que participaba Marechal, dice: “Allí se combatía sin fatuidad toda sordidez, con los antibióticos infalibles de la risa”.  En lo que hace al humor judío, refiriéndose a Samuel Eichelbaum, comenta: “El modo distintivo del humor judío pivota sobre la ironía, pero no la ironía del menoscabo que tiende a degradar y humillar.  Reirse de la propia tristeza, de las inquietudes de la miseria, de las falacias, de la prepotencia, de la hipocresía, de las ambiciones desmedidas, de las majaderías al uso, es una actitud típicamente judía”.

Lo judío aparece en su obra como una suerte de ceremonia laica, en la que su religiosidad se expresa en una honda y fraternal ternura. Gran trabajador —paradójicamente nunca tuvo un sábado— fue, como vimos, autor de poemarios, de textos en prosa para las más diversas publicaciones, y también autor de obras teatrales, de guiones cinematográficos, incluso de radioteatros.  Esta tarea de dramaturgo y de guionista, posiblemente la que más denota el paso del tiempo. Al lado de su habilidad para tejer tramas, sus personajes aparecen lineales, sin espesor dramático. El César Tiempo que permanece es, a nuestro juicio, el poeta, el prosista y el hombre.

 

El César Tiempo de sus hijos

Yo no soy un hombre fuerte y más de una vez me he puesto a pensar si soy  realmente un escritor. Si lo fuera no aspiraría a ser amado o admirado sino a ser leído.

Como en El ciudadano Kane del que Orson Welles va desgranando sus múltiples rostros a través de la mirada de cada uno de los que lo conocieron, intentamos aproximarnos a César Tiempo, el hombre y el poeta, a través de las palabra viva de sus libros. Sin pretensiones de agotar los espejos que reflejan su  rostro, queremos sumar al que continúa conmoviéndonos desde el papel, un otro César Tiempo no menos fascinante.

Durante la preparación de un video que con Santiago Kovadloff dedicamos a Tiempo en 1995 [30] tuvimos  ocasión de grabar algunos recuerdos de sus hijos Blanca Tiempo y  Víctor César Tiempo, a los que se agregaron luego los de Enrique Martín Tiempo, recogidos  durante una entrevista que mantuvimos con él ese mismo año, en la Embajada Argentina en París, donde ejerce la función de Ministro a cargo de Asuntos Culturales.

Blanca—: Papá tenía una biblioteca enorme, con muchos miles de ejemplares y allí era donde estaba su escritorio y donde trabajaba,  rodeado de montañas de papeles y sin que le molestasen  los ruidos. Recuerdo que cuando yo era chiquita, mis hermanos andaban en bicicleta alrededor del escritorio, y yo traía una palangana con agua,  le mojaba la cabeza y lo peinaba,  le hacía moñitos. Y él no se movía, seguía escribiendo como si tal cosa. Mamá trataba de arrancarnos de allí pero  nosotros volvíamos. Papá tenía una paciencia única, pero además se abstraía totalmente y nada le molestaba.  Yo pienso que así debió de haber trabajado en Crítica y en todos los otros diarios de cuya redacción participó en medio del ruido de las máquinas  y de la gente.

Víctor César—:  Sí, tenía una capacidad de concentración realmente insólita,  porque aparte del ruido que hacíamos, de las peleas, él  escribía en varias máquinas. Tenía cuatro, cinco, seis máquinas y escribía con carbónico haciendo varias copias. Algunas de las máquinas eran esas viejas Underwood, en las que se trababan los dedos al escribir,  y él lo hacía con tres dedos, con dos y medio, no sé,  pero a una velocidad monstruosa. Y cuando de pronto algo lo frenaba o se aburría del tema,  se pasaba a la máquina de al lado. Llegaba a escribir dieciséis artículos por día,  lo que hacía necesario ese sistema casi industrial,  porque sino no daba físicamente el tiempo.  Aunque él  tenía más tiempo que nadie en el mundo porque no dormía nunca. Era un misterio.

Blanca—: Descansaba muy poquitas horas, casi nada. Le gustaba dormir la siesta, entonces decía “Bueno, me voy a dormir la siesta” y a los tres o cuatro minutos ya estaba de vuelta, comentando: “¡Qué bien dormí!”.

Enrique Martín—: Se acostaba con zapatos y anteojos puestos a dormir esas siestas suyas, sorprendentemente cortas.

Víctor César—: Y se quejaba porque lo dejaban dormir demasiado. “Tengo mucho que trabajar” decía, y abría la ducha, metía la cabeza debajo y seguía con ese sistema de muchas máquinas y pocos dedos. Siempre trabajó así,  en una especie de infierno,  no sé si porque le gustaba o porque no tenía otro remedio. Como padre,  no sabía muy bien cómo se hacía para serlo.

Blanca—: Eran muchas las cosas que no sabía.  Por ejemplo, mamá quería que aprenda a bailar, nunca lo pudo lograr, ni un poquito, y eso que le daban clases particulares.  Nunca aprendió a manejar; lo intentó, obligado por mamá, y volvió con los pedazos del coche.

Víctor César—: Realmente le fallaban las cosas prácticas. Nosotros le regalábamos encendedores  pero nunca supo fumar, no sólo no tragaba el humo sino que no lograba encender un cigarrillo: o se le caía el encendedor o se quemaba los dedos. Y creo que no era tanto producto de su torpeza como que las cosas prácticas no le interesaban para nada.  Una de las cosas más graciosas era que tomaba mate frío pero con la pava porque no lograba prender el gas.

Enrique Martín—: Para prender el gas tiraba los fósforos desde lejos, de modo que si no había nadie en casa se bañaba con agua fría. Finalmente decidió que había cosas que nunca haría.

Víctor César—: Mamá se fue ocupando cada vez más de la parte práctica,  y llegó un momento en que lo afeitaba y hasta le ataba los cordones. El nuestro era un vínculo extraño, era un padre de un modelo muy raro,  cosa de la que uno tomaba conciencia cuando empezaba a conocer otros modelos de padre.  Era muy cálido, un tipo sensacional, con quien podíamos charlar de las cosas más insólitas. Nos sentábamos a almorzar o a cenar y él comenzaba a versificar sobre algún tema y también  nosotros versificábamos en la mesa, o jugábamos a juegos verbales o de humor.  Nos sorprendía con su humor en cualquier  circunstancia,  incluso cuando hacíamos en la mesa líos terribles y mamá ya estaba por matarnos, en vez de funcionar como padre severo armaba una especie de infierno cómico que a mamá la sacaba de las casillas y a nosotros nos hacía reir  como locos.

Enrique Martín—: Mamá era una figura muy fuerte y se notaba que estaba orgullosa de papá.  Papá no nos leía sus cosas pero sí las de otros cuando estaban bien escritas. Decía: “Escuchen... ” y nos leía, por ejemplo, algo de Arniches, y lo hacía con gracia, cambiando las voces de los personajes. A veces hablaba de noche, en sueños, rimando, cambiando de voz o imitando acentos raros. A veces, mientras trabajaba, leía en voz alta lo que estaba escribiendo porque le importaba el  sonido de una frase.

Blanca—: La casa estaba siempre llena de gente amiga, de escritores, actores.  Muchos venían a pedirle su opinión acerca de un texto que habían escrito y él se lo corregía directamente. Así reconstruía también los textos que algunos escritores le mandaban para publicar en alguna revista.

Enrique Martín—: Se reía del academicismo. Cuando comenté en la mesa que quería estudiar arquitectura, me dijo: “Con un puesto de boy en el Maipo vas a aprender mucho más de la vida que en la universidad”.  Se reía de los fabricantes de frazadas con dinero. Nunca nos enseñó a hacer el menor esfuerzo para ganarlo.

Víctor César—: Nos insistía con el tema de la memoria, nos decía  que había que ejercitarla permanentemente, que todos los días había que aprenderse una obra, La Divina Comedia, el Martín Fierro. Él tenía una memoria increíble y recordaba cualquiera de los libros que tenía en su inmensa biblioteca.  La biblioteca tenía filas dobles, una adelante y otra atrás. Y él era un maniático; le podían sacar los zapatos y no le importaba, pero que no le toquen un libro. Creo que la única forma de ponerlo mal era correrle un papel.  De pronto yo le decía que necesitaba algún dato sobre Caronte,  y  mientras escribía a ochenta mil palabras por hora con dos dedos,  me respondía  “Mirá en el segundo estante de arriba para abajo,  en la fila de atrás,  un  lomo finito gris,  segundo capítulo”.  Era una forma rara de papá,  era como tener en casa una especie de enciclopedia monstruosa, una computadora. Porque era automático, y si uno tardaba un rato, y él tomaba conciencia de que iba a meter la mano en la biblioteca, recitaba de memoria todo entero ese segundo capítulo del libro de lomo gris. Su  memoria era monstruosa, y a uno lo ponía un poco extraño, pero así era también el funcionamiento  con nosotros, mediado por la literatura. Cuando estaba viviendo en Colombia él me contestaba las cartas con mi misma carta corregida. Me lo hacía  para que aprenda, era tener un maestro a  larga distancia. Yo hubiera preferido una cartita. La única carta en serio que recibí fue un soneto. [31]

Blanca—: Papá tenía otras formas de expresar el afecto. Por ejemplo venía del diario a las tres de la mañana con los bolsillos llenos de bombones, de bananitas Dolca, y nos despertaba...  Y nos daba una gran alegría despertarnos para comer chocolates y golosinas.

Víctor César—: En realidad no dormíamos; esperábamos despiertos que llegue papá para terminar el día. Y él llegaba haciendo ruido,  silbando, haciendo cosas extrañas, porque tenía la teoría que si había ladrones era preferible no verlos; entonces gritaba, silbaba, para que se fueran, y de paso nos traía las cosas. Esto era en aquellos años en que trabajaba en diarios y revistas en el centro.

Enrique Martín—: Papá era muy tímido y por pudor lo desdramatizaba todo reduciéndolo a broma. Una sola vez pude hablar en serio con él. Nos encontramos en un café. Yo ya tenía 42 años.

 

Sábado herido

Hay que cantar, como el hombre que comprende
que nunca dejará de ser pobre
 y que no son las rosas las que tienen las espinas
 sino las espinas las que se cubren de rosas.
 (Amanecer, 333papeles pintados)

La suya no fue una vida fácil.  Siempre empeñado en ganarse el sustento, a menudo despojado de su trabajo por razones políticas  —para los militares era un “subversivo solapado” y cuando en el servicio militar descubrieron que su hijo era su hijo,  lo caratularon de “heredo-filo-comunista”—  sin embargo Tiempo bromeaba con todo, incluso con sus enfermedades y con su propia muerte.

Era un cardíaco crónico y un traspié de su corazón lo obligó a abandonar aquel cómodo departamento suyo de Tinogasta 2426 por estar ubicado en un tercer piso sin ascensor. Entonces comenzó una doble errancia: la de los Tiempo —que recorrieron varias viviendas hasta recalar, en noviembre del ‘77, en un séptimo piso de la calle Viamonte al dos mil seiscientos— y la de su enorme biblioteca que, tras una larga estancia en un depósito pasó a integrar, al menos parcialmente,  la biblioteca del desarrollista Centro de Estudios Nacionales, actualmente cerrado. La falta de su biblioteca lo afectaba muchísimo; por otra parte sufría de una siniestra combinación de glaucoma y cataratas que lo iba dejando ciego. “Los médicos están empeñados en que muera sano” comentaba riendo. Se autodefinía como “un moribundo vitalicio” y acotaba: “no sé si tendré fuerzas para asistir a mi sepelio”.  Sin embargo, de pronto era invitado a dar una charla y rejuvenecía. Se vestían para salir, Tiempo y Elena, y —cuenta Víctor César— “estaban los dos como para una torta de casamiento”.

Blanca—: Cuando falleció papá yo estaba con él. Era de noche.  Estaba totalmente lúcido pero muy mal porque mi mamá se había muerto un mes antes y todas las noches la llamaba: “Elena, Elena, vení”.  Y yo me ponía loca como se ponía Elena antes: “Papá basta, mamá se murió, no la llames más.” “Mamá no se murió”, decía, “mamá está acá”.  Eso fue durante todo el mes desde que se murió mamá  hasta que se murió él.  Esa noche yo le hice un postre, porque comía muy poco. Lo probó apenas y me dijo “Qué rico está, guardámelo para mañana”.  Pero no llegó a ese mañana. Yo creo que él decidió morirse. Le faltaba el motor, que era mi mamá.

César Tiempo falleció el 24 de octubre de 1980 en su casa de la calle Viamonte.  Fue velado en la Sociedad Argentina de Escritores e inhumado en el Cementerio Israelita de Liniers.

Encabezado por un irónico “Leschono haboo... biliniers”  alguna vez compuso Tiempo un poema para su propia ausencia, un “Epiceyo en la muerte de Israel Zeitlin”:

Desde Ekaterinoslav —ahora Dniepropetrovsk— / donde vieron tus ojos por primera vez el sol, /  el océano cruzaste para darnos tu canto /  y la ciudad multánime te devolvió cantando. // 
La tenaz vorahúnda del tráfico te escolta / con su charro singulto de bocinas afónicas, /  pero nadie se rasga las solapas rituales /  en tu lírico ghetto de Junín y Lavalle. //
¿Alguna voz repetirá tus versos /  fugaces como el humo bailarín en el cielo? /  ¿Alguien dirá su lágrima /  lenta como el responso de las rubias campanas? // 
Te has envuelto en la noche para huir de ti mismo /  porque ansiabas la inmovil plenitud del olvido. // 
Tu muerte ha sido bella. /¡Quiera Dios que no sueñes debajo de la tierra!

Parafraseando al propio Tiempo podemos decir:

En Buenos Aires hubo un poeta.

¿Y ahora?

Ni una calle ni una plaza porteña llevan todavía su nombre.

 

____________
1. Del “Romance a César Tiempo” de Fernandez Moreno, reproducido en Sábado Pleno de CT, pp. 13/16 (ver Bibliografía).
2. Del disco César Tiempo por él mismo, cancionero del judío errante grabado en Buenos Aires en agosto de 1967 por el poeta para el sello AMB, cuya versión en CD forma parte de esta edición.
3. Lo más probable es que Zeitlin (proviniendo del ídish y pronunciándose “Tseitlin”) tenga, como muchos otros apellidos judíos, un origen matrilineal, refiriendo al nombre de una antepasada, llamada en este caso “Tseitl”. De modo que “Tseitlin” podría traducirse como “hijo o descendiente de Tseitl”.
4. CT, “Paseo alrededor de los demás”, en el Suplemento Literario del diario La Opinión, Buenos Aires, 10/XII/1972, pp. 6/7.
5. En 1926 la ciudad de Buenos Aires está plagada todavía de conventillos —sólo en el barrio del Once hay unos 300— y de prostíbulos —855 están legalizados—. Alvear es presidente y están en pleno hervor creativo los grupos literarios de Florida y Boedo, cada uno con sus consignas y publicaciones. Para los de  Florida (revistas Martín Fierro, Proa, Sur) vanguardistas, ultraístas,  partidarios del arte por el arte, lo que importa es la revolución por el arte. Para los de Boedo (revistas Los pensadores, Claridad) partidarios de la izquierda y el realismo, lo que importa es el arte por la revolución.  1926 es un año muy prolífico literariamente en la Argentina y en el mundo. Ese año aparecen en Buenos Aires Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes, El juguete rabioso de Roberto Arlt, Historias y proezas de amor y El hombre que habló en la Sorbona de Alberto Gerchunoff, Los desterrados de Horacio Quiroga, Cuentos para una inglesa desesperada de Eduardo Mallea, El judío Aarón y Nadie la conoció nunca, dramas de Samuel Eichelbaum, Luna de enfrente de Jorge Luis Borges, Molino Rojo de Jacobo Fijman, La musa de la mala pata de Nicolás Olivari, El violín del diablo de Raúl Gonzalez Tuñón. Lado a lado con lo mejor también aparecen algunos títulos olvidables de Hugo Wast y un Zogoibi de Enrique Larreta que recibe el título de “peor libro del año” en una consulta realizada entre los escritores por la revista Campana de palo.  Este es el año en el que aparecen esos Versos de una... firmados por una tal Clara Beter.
6. César Tiempo hace nacer a Clara Beter en su Ucrania natal (Versos a Tatiana Pavlova), la hace embarcarse también en Hamburgo y llegar a Buenos Aires en el Cap Roca, su mismo barco (Un lejano recuerdo), le atribuye un hermano llamado David, como el suyo, (Patio de la infancia) y una hermanita, como la que él mismo tiene (Alacridad), incluso cuenta en alguna parte que el seudónimo que utiliza alude a su propio nombre (Beter por biter —amargo en ídish— jugando con el contrario de César, tomado como sinónimo de ziser, dulce en ídish) .
7. El tema de la trata de blancas revestía por entonces, en los años 20, una  preocupación particular para la comunidad judía, dado que muchas de las prostitutas eran muchachas judías traídas con engaños de sus pueblitos de Europa Oriental y prostituídas a la fuerza por una siniestra organización integrada por rufianes judíos, la Zvi Migdal, repudiada y combatida masivamente  por la comunidad judía. Desbaratada la Zwi Migdal recién en 1930, el de las prostitutas judías es un tema doloroso que prácticamente no encuentra lugar entonces en la literatura ídish argentina y muy poco en la literatura argentina en general.  Este poemario de César Tiempo de 1926 es una de las excepciones, tal como lo es el drama en ídish de Leib Malaj Ibergus, puesto en escena y editado en Buenos Aires ese mismo año (en español: Regeneración, Buenos Aires, Editorial Pardés, 1984, vertido por Nora Glickman y Rosalía Rosembuj).
8. CT, “Aviso para encontrar a Jordana”.
9. La expresión “Generación del 22” parece haber sido acuñada por Juan Pinto, según se desprende del apéndice a su Breviario de la Literatura Argentina Contemporánea (ver Bibliografía) y se refiere a los escritores que en 1922 tenían entre 18 y 25 años, incluyendo tanto a los que integrarían luego el grupo de Boedo como el de Florida.  Fue en 1922 que aparece Los Pensadores (seguida por la revista Claridad) alrededor del que se nuclearon  los escritores de Boedo, y dos años más tarde comienza a publicarse Martín Fierro (que luego se continuó en Proa) alrededor de la que se nuclearon los autores de Florida.  Ver en esta antología el ensayo “Los escritores de Boedo” de César Tiempo.
10.  Cuenta Tiempo que cierto día, mientras estaba preparando su Exposición... , pasó por la casa de Álvaro Yunque. “Le dijo ‘Anoche estuve leyendo unos poemas de Clara Beter con mi mamá y estuvimos llorando. ¿Por qué no la incluís en tu antología?’. Le dije que me parecía muy cursi, muy antigua. Yunque se puso furioso:  ‘Lo que pasa es que sos un burgués, tenés una mentalidad pequeñoburguesa’, me decía.  Me negué: ‘Yo no la voy apublicar —le dije— si la quiere publicar Vignale, allá él’. No salió y hubo una bronca bárbara”. (En La Opinión, 10/XII/1972).
11. Efectivamente, en la edición de Octubre-Noviembre 20 de 1924, aparecen esos “Poemas lácteos”. Firmados por “Eslavo y Argento”, son once textos cuyos títulos lo dicen todo: “Brindis a la chica de la lechería”, “Salmo al candial”, “Al chocolate con  leche”, “Bendición al queso”, etcétera. El último texto, “La lecherita, epílogo sentimental” dice así: “Cuatro paredes blancas que decoran las moscas / con finos arabescos de su arte singular, / mesas para funciones prosaicas, y un silencio / apto para soñar... // Es fornida la dueña, la hija menuda y leve / es el imán que atrae a todo el vecindario / igual que a estos ilusos que se gastan por verla / los últimos centavos... // ¡Si no hiciéramos versos! Tener una sencilla / lechería como esta sería nuestro ideal / podríamos casarnos con la hermosa muchacha / y dejar de soñar... ”.  (pg. 86 de la edición facsimilar de la revista Martín Fierro).
12. Juan Pinto en “Clara Beter y la generación del 22”, Santa Fe, El Litoral,  5/XII/1954.
13.  De este poema fue publicando Tiempo diversas versiones en sus sucesivos poemarios. Esta versión es la que aparece en su primer libro Libro para la pausa del sábado y la que preferimos.  En la antología incluída en estas páginas  se reproduce la versión que recoge su último libro, Sábado Pleno y en sus Poesías completas.
14. “Con los poemas que publiqué en La Nación y en La Vanguardia, donde era director del suplemento cultural, hice un libro. El editor Gleizer me insistió para que lo publicara. Me dijo que fuera a la imprenta, eligiera el papel, la tipografía, todo. El dibujante Manuel Eichelbaum, hermano del dramaturgo, me hizo 25 grabados y se publicaron todos. El volumen se llamó Libro para la pausa del sábado, apareció en 1930 y con él gané el primer premio municipal. El premio era de cinco mil mangos en una época en que Raúl Gonzalez Tuñón, con tres mil, se hizo un viaje a Europa y lo invitó a Pondal Ríos. Creo que serían como cinco millones de ahora. Pagué las deudas de mi viejo y me fui a España a conocer a uno de mis grandes admirados: Rafael Cansinos Assens”. (En La Opinión, Bs. As., 10/XII/1972).
15.  “Mi tío Scholem Aleijem y otros parientes”, pp. 48/49.
16.  Carlos M. Grünberg (o Grunberg, 1903-1968), autor de cuatro poemarios atravesados de inquietud judía, el más importante de los cuales se titula Mester de Judería y apareció en Buenos Aires en 1940, prologado por Borges.
17.  Taled: (hebreo) manto de oraciones, con la que los judíos se cubren hombros y cabeza durante las ceremonias religiosas. El mencionado soneto se titula “Gerchunoff”  y se encuentra en la página 258 del poemario Junto a un río de Babel de Carlos M. Grünberg, Buenos Aires, Acervo Cultural, 1965.
18.  Senkman, Leonardo. La identidad judía en la literatura argentina, Buenos Aires, Pardés, 1983,  506 pp. Todo el libro merece leerse detenidamente, en especial el capítulo dedicado a nuestro autor, “César Tiempo: la integración judeo-argentina”, pp. 153 a 195.
19. El poema de Biálik al que se alude es el titulado “En la ciudad de la matanza”. Una buena versión española de este poema es la de Rebeca Mactas Polak, en Poemas, Buenos Aires, Pardés, 1986.
20. Entrevista de Fernando Alonso en Clarín, “Cultura y Nación”, Buenos Aires, 14/IV/1977. 
21.  Resulta interesante comprobar que los delirios racistas de estos presuntos defensores de la pureza de la nacionalidad, vienen calcados de otras tierras. Así Hugo Wast (seudónimo, con resonancia germánica, de Gustavo Martinez Zuviría, 1883-1962) expresa un antijudaísmo inspirado en el nazismo alemán, tal como a fines del siglo pasado, el autor de La Bolsa, Julián Martel (seudónimo, con resonancia gala, de José María Miró, 1867-1896) toma el suyo del antisemitismo francés, que poco después estallaría en el affaire Dreyfus.
22. Se refiere a la novela de Hugo Wast titulada El Kahal (1934). La cita es de “La campaña antisemita y el director de la Biblioteca Nacional”, pp. 10/11 y 44/45.
23. “Gardel”, de los papeles de César Tiempo, 1974. El texto completo integra ésta antología.
24. En sus Poesías completas, pp. 175/182.
25. CT, El teatro soy yo, p. 124.
26. Sergio Leonardo entrevista a CT, Nueva Presencia, Bs. As.
27. “La Opinión Cultural”, Buenos Aires, 10/XII/1972, p. 9.
28. CT. “Mi tío Scholem Aleijem y otros parientes”, p. 36.
29. Alef-beis: (ídish) nombre del alfabeto hebreo.
30. Video El pianito de escribir, una vida de César Tiempo. Guión: Santiago Kovadloff y Eliahu Toker.  Realización: Román Volnovicz. Bs. As., Secretaría de Cultura de la Nación,  45 min.,  1995.
31. Se refiere a “Para mi hijo Víctor César que en el año dos mil tendrá sesenta años”, que termina diciendo: “Tú verás los ejércitos de aviones / bombardear desde el aire sus canciones, / a mansalva , de radio y de paladio.  // Tuya será la luna, la de enfrente, / la que quise alcanzar  inútilmente / y en la que tú entrarás como a un estadio”.  César Tiempo también dedicó sendos poemas a sus otros dos hijos: “Enrique Martín” se titula el dedicado a su primogénito, y el de su hija, “Hija del sábado: Blanca Isolda”.

| CRÉDITOS |