Buenos Aires de los años setenta

Los campos de concentración andaban por las calles.
Se habían desatado y vestidos de civil,
repartiendo muerte
a manos llenas, andaban en falcon por las calles.

Berlín de los años treinta.
Varsovia de los años cuarenta.
Buenos Aires de los años setenta.
No resultan comparables, claro.
Allí los cristales judíos estallaban espontáneamente
y las barbas se arrancaban de los rostros judíos
por sí mismas
y los muros crecían solos
encerrando a
sospechosos de judaísmo y demás perversiones en
inmensos corrales urbanos mientras
alambradas de púa brotaban por sí solas de la
tierra concentrando a los
infrahumanos judíos y
a los infrahumanos gitanos y a
los infrahumanos políticos mientras
el silencio aullaba en silencio por los barrios
arios, polacos, cristianos. Dios
es justo. Job debe de ser
culpable. Algo habrán hecho estos
judíos, gitanos, políticos. Se la habrán
buscado. Además la guerra es
guerra y mientras yo conserve sano mi
culo, que cada cual cuide del suyo.

Buenos Aires de los años setenta. Los campos
de concentración andaban por las calles en falcon
evaporando infrahumanos de sus
casas. La ceguera crecía por las calles. La sordera
crecía por las calles. La mudez crecía
por las calles. Las dos manos sobre los propios
testículos, nadie quería saber nada de nada.
Job debe de ser culpable y el no oír ni
ver ni pensar ni saber ni hablar garantiza
los propios testículos contra la electricidad.
Un silencio viscoso gritaba desde las
entrelíneas de los diarios, silbaba en
las radios, en los oídos, en los estómagos. Nuestro
silencio.
Aprendimos a caminar con los ojos cerrados. La
fórmula salvadora era no ver o, por
lo menos, no ver en voz alta.

La inquisición es sabia y a ella no se le escapa nada.
Los subversivos son infrahumanos, el demonio mismo,
y no merecen juez ni juicio. Además
el demonio es contagioso:
sus hijos, amigos y conocidos son también infrahumanos,
hijos amigos y conocidos del demonio.
Y también los artistas son infrahumanos y demoníacos.
Y los psicólogos y los sociólogos y los socialistas, infra-
humanos y demoníacos,  no merecedores de juez ni juicio.
Y los judíos son, por supuesto, aún más infrahumanos
y demoníacos. Y los artistas judíos, sociólogos, psicólogos y
socialistas judíos son, por
lógica, doblemente infrahumanos y doblemente demoníacos. Y,
lo justo es justo, les corresponde doble exorcismo.
En cuanto a padres, hijos, tíos, amigos y conocidos de
sociólogos, psicólogos, artistas y judíos, resultan
sospechosos y pasibles de evaporación en su propio beneficio
antes de que caigan en la tentación de pactar
con el demonio. Además, todo sospechoso
sabiamente exprimido, termina
confesando su complicidad con el abismo.
Los únicos humanos, super-
humanos, insospechados de pactos con el maligno,
somos los torturadores.
Los únicos angelicales y superhumanos somos
los jefes de los torturadores.
Y nuestros ideólogos y nuestros protectores y nuestros
amigos. Lo sabemos todo, nada se nos oculta;
reconocemos de inmediato al poseído.

Y uno ya no sabe quién es uno;
demonio, ángel, fantasma o sólo un símbolo
a la espera de ser descifrado por alguno
que uno no conoce ni lo conoce a uno.
Otro decide quién soy
desde las sombras de su escritorio,
desde las sombras de su fantasía,
desde las sombras de su delirio.
Uno es apenas un fantasma
en un delirio que tortura al torturador;
¿por qué no habría él de torturarlo a uno a su vez?
Uno existe apenas para que él pueda
vengar en uno,
matar en uno, 
a sus fantasmas.

(Agosto de 1980)

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