Simja Sneh
20 oct. 1994
Aquellos
que están acostumbrados a
leer novelas
policiales saben cuál es
la mejor
manera de ocultar un objeto o documento importante.
Existe un cuento magistral de Edgar Allan
Poe, La carta robada, que trata
de la
búsqueda que emprende toda la
policía de París
tras una carta comprometedora escamoteada por
un ministro
a la reina. La policía sabe que esa
carta
está en poder de aquel ministro
y moviliza
a sus mejores pesquisas, los que se introducen
en la casa sospechosa, desarman y vuelven
a armar mueble por mueble, levantan el piso,
revisan centímetro a centímetro
el empapelado
de las paredes y el tapizado de los sillones,
pero sin éxito. Por
fin, desesperado,
el jefe de la policía
parisina
decide pedir ayuda a un matemático
y poeta,
el señor Dupin, cuya capacidad
analítica había
resuelto cierto caso intrincado, tiempo atrás. También
esta vez
Monsieur Dupin, sin moverse de su habitación,
resuelve el misterio. Comprende que el
mejor recurso de un hombre astuto para ocultar
un documento tan buscado, consiste en dejarlo
a la vista de todos. Esta deducción
demuestra
ser exacta y Monsieur Dupin encuentra la famosa
carta, dentro de un sobre cambiado, sobre
el escritorio mismo del ministro.
La mejor
manera de no ver algo es tenerlo siempre ante
los ojos. Es lo que sucede con la ciudad de
uno y lo que nos pasa con la gente que nos
rodea. Esta reflexión viene a cuento
de la
reunión de esta noche celebrando
a Simja
Sneh. Uno puede preguntarse:
¿Es que hace falta decir algo sobre este hombre que está al lado
nuestro,
sobre este hombre que ya forma parte inseparable
de la leyenda del Buenos Aires judío?
Y yo me respondo: davke, precisamente porque
está a
nuestro
lado, precisamente porque forma parte de la
leyenda, corremos el riesgo de mirarlo
sin verlo. Incluso las grandes palabras son
máscaras que
ocultan
más de lo que revelan. Decir que Simja
cumple 80 años,
leer la
larga lista de sus libros y de sus notas sigue
escamoteando al hombre. ¿Qué tienen
que ver
los 80 años con esta persona de energía
formidable, a la que
un adjetivo disonante puede embarcar todavía
en una polémica
feroz? ¿Y qué tienen
que ver esos 80 con alguien que sigue forcejeando
día a día con sus propias palabras
para volcarlas del ídish
materno
al español?
No
van a faltar, seguramente quienes se detengan
en el Simja Sneh prosista, en el autor de cuentos
y novelas,
incluso en el poeta, pero yo quiero rescatar
al traductor.
La gente cree que estar en un
circo y domar tigres, o meter la cabeza en
la boca de un león es la tarea más
peligrosa que existe. O que el trabajo más
temerario es el de los silleteros, que en las
obras, a muchos metros de altura hacen equilibrio,
balanceándose al viento sentados apenas
sobre una pequeña hamaca, remendando
una medianera o pintando allá arriba
un cartel. O los deshollinadores, que se descuelgan
por las gargantas de las chimeneas para limpiarlas
por dentro, y además de arriesgar romperse
la crisma, terminan manchados. Que todos ellos
me disculpen, pero yo creo que la tarea más
peligrosa es la del traductor.
Uno se descuelga en el interior
de palabras escritas en otra lengua, a rescatar
ideas e imágenes pensadas por otra gente; hace
equilibrio allá en las alturas, tomado
sólo por su experiencia y su intuición,
apoyado apenas sobre algunos diccionarios,
a sabiendas de que por más que pula,
pinte, limpie y se esmere, nunca va a lograr
del todo trasladar el texto original a la otra
lengua y al final siempre van a echarle en
cara su osadía. Lo digo con conocimiento
de causa porque desde hace muchos años
vengo ejerciendo con la poesía esta
pasión imposible.
Imposible, porque todo texto,
pero en especial un poema, nace empapado en
el líquido
amniótico, en los jugos, de una determinada
cultura, y constituye una unidad indisoluble
con el idioma en el que está escrito,
idioma del que toma el ritmo y la cadencia;
del que toma las ambigüedades y sobreentendidos
que enriquecen cada una de las palabras que
constituyen ese texto. Traducirlo a otra lengua,
significa desarmarlo y volverlo a armar en
otro universo de significados; implica corporizarlo
en palabras empapadas en las aguas de otra
cultura, con sobreentendidos distintos y ambigüedades
diferentes; implica transcrearlo,
para utilizar la feliz expresión de
un poeta brasileño, Haroldo de Campos.
Al traducir, entonces, uno parte de la conciencia
de que, en el mejor de los casos, lo que se
logra es un otro poema con resonancias poéticas
similares; uno sabe que en el trayecto de una
a otra lengua van a perderse partes sustanciales
del texto original. Sin embargo decide hacerlo,
precisamente por lo que tiene de desafío
y por la profunda necesidad de compartir con
la gente de una lengua querida, descubrimientos
poéticos cosechados en una otra lengua
de uno.
Es lo que hizo Simja Sneh dándonos su
versión de Itzik Manguer, ese gran poeta,
traductor él mismo, de lenguas eslavas
al ídish, de textos poéticos
populares. En 1975 publicó Simja una
colección de 55 poemas de Manguer, vertidos
del ídish al español.
¿Por qué Manguer? ¿Y a quién podría traducir
Simja si no a Manguer? Bien leído, este poeta es una clave de entrada
al alma de Simja: la misma feroz delicadeza en la palabra, la misma pasión
por los marginales, la misma violencia en la ternura.
Durante los últimos años Simja
Sneh estuvo traduciéndose a sí mismo,
traduciendo su monumental sin
rumbo. Tal vez
alguno crea que traducir la propia obra es
más facil que traducir la ajena. A mi
me consta que no. Es el mismo forcejeo para
volcar palabras de un mundo conceptual a otro,
más difícil en este caso donde
el camino es de la lengua materna a una lengua
adquirida. Quiero terminar con un recuerdo
personal.
Uno
guarda afecto por cada uno de sus libros
—los míos ya rondan las dos docenas— pero
el primogénito merece siempre un
cariño especial. Mi primer libro, aparecido
hace 26 años, en 1968, reunía
un conjunto de poemas de Iacov Glatshtein vertidos
por mí del ídish al español.
Dudé mucho, entonces, a quién
pedirle que escribiera una presentación
del poeta. Finalmente se la pedí a Simja
Sneh quien epilogó esa pequeña
antología con un hermoso ensayo acerca
de Glatshtein. Volví a tomar estos días
el único ejemplar que tengo de ese librito
inhallable, y antes de poder darme cuenta me
vi envuelto en la atmósfera de aquellos
días iniciales; entonces releí los
poemas y el trabajo de Simja, y de pronto sentí claramente
que soy su hermano menor, y que tengo, que
tenemos, una enorme deuda con este hombre,
con la generosidad de su fuerza, de su pasión,
de su ternura.